El escupefuego (cuento)

«Algunos reporteros de periódicos lo habían entrevistado. Palabras secas, respuestas escuetas, un "sí" o un "no". No pudo leer el reportaje sobre los escupefuego porque no sabía leer.» (Fragmento de El escupefuego) Foto: Mathieu IPS | Flickr | CreativeCommons
«Algunos reporteros de periódicos lo habían entrevistado. Palabras secas, respuestas escuetas, un "sí" o un "no". No pudo leer el reportaje sobre los escupefuego porque no sabía leer.» (Fragmento de El escupefuego) Foto: Mathieu IPS | Flickr | CreativeCommons

EL ESCUPEFUEGO Por Rafael Francisco GóchezEn su mano derecha, la antorcha vomitando humo negro y corrosivo; en la otra, el galón de diésel. Su boca se enjuagaba con el combustible. Sus encías se retorcían con la sustancia-lija desbastadora y quemante. Respiraba por la nariz, tomaba mucho aire, ponía la antorcha frente a su cara y rociaba el combustible, provocando una bola de fuego en un metro cúbico, ante la congelada mirada de los automovilistas. Sentía el golpe de calor incrustándose en su frente, en sus ojos.

Los automovilistas sacaban monedas y —de vez en cuando— algunos billetes, lo suficiente para comer algo, cualquier cosa, porque—de todas maneras— el sabor era el mismo. Las formas variaban, las composiciones de sus llamados alimentos podían ser distintas, pero el sabor era el mismo. El sentido del gusto había sido condenado, por su trabajo, a la generalización: todo era igual, todo sabía a plomo, todo a combustible, todo a diésel.

Los primeros días de la calorífica práctica, había estado a punto de quemarse. Recordaba que había tragado algunas gotas de líquido. Después, la costumbre, el hábito, la necesidad… fue haciéndose consuetudinario, cotidiano, diario. Había llegado a ser experto. Algunos reporteros de periódicos lo habían entrevistado. Palabras secas, respuestas escuetas, un “sí” o un “no”. No pudo leer el reportaje sobre los escupefuego porque no sabía leer. Alguien le hizo el favor. ¿Daño para sí mismo? ¿Muerte lenta? Pensó: “¿Y para dónde, pues?”. Los automovilistas daban las limosnas necesarias para continuar viviendo. Nadie lo obligaba. Nadie excepto el hambre. Le habían ofrecido puesto en una mara de maleantes. No quiso. No se imaginaba convertido en delincuente. En alguna parte había escuchado cosas referentes a lo bueno y lo malo, y sabía que aquello no era bueno.

Si cabe la expresión, había llegado a gustarle. Se sentía importante. No era un trabajo chiche. Había que tener cálculo. Un pequeño descuido y bien podría quedar carbonizado en medio de la calle, bajo las tres luces del semáforo. Los niños eran los más sorprendidos. Preguntaban a sus padres “¿cómo hace?”. Alguna gente se imaginaba —mientras sus vellos se erizaban— todo el daño al organismo. Hacían caras. Hacían gestos. No importaba, mientras no faltara la limosna, la dádiva, las monedas para los gastos de la vida material.

El semáforo cambió a luz amarilla. Era la señal. Tomó —una vez más, como tantas otras— la pichinga de diésel. Sorbió el combustible y se dispuso a escupir la bola de fuego. El sol calcinaba los techos de los vehículos automotores. De lejos bien se veía el humito, el vapor rumbo a las nubes. Hacía calor, calor húmedo. El semáforo cambió a luz roja. Los autos se detuvieron. Marcas desconocidas, placas perdidas entre los números intrascendentes, gente oculta tras el anonimato. El aire se incineró una vez más.

Pero esta vez no hubo dinero. Eran conductores indiferentes. La mirada suplicante de sus ojos dañados por los vapores mortales del combustible no fue atendida. Los carros no respetaban su cuerpo, debía esquivarlos en cuanto estos reiniciaban su camino, bajo la orden de la luz verde del semáforo. Uno tras otro pasaban a su lado sin inmutarse, sin siquiera voltearlo a ver. Volvió a quemar el espacio frente a sí. Volvió a recibir bofetadas de hierro, una y otra vez. Ahora ya el fuego no impresionaba a nadie. Hasta hace poco, no había faltado un alma caritativa que se estremeciera ante semejante riesgo. Hoy, había pasado a engrosar las filas de la insignificancia de lo normal.

Todo el día transcurrió de igual manera. El fuego se convirtió en un elemento decorativo más. No quemaba, no estremecía ni atemorizaba. Ese día no hubo limosnas, no hubo dádivas, no hubo monedas. Así pasaron las horas y él, con las manos vacías; él, con el estómago vacío de alimentos incoloros, insaboros e inodoros. Sólo vestigios de diésel en su faringe, en su tráquea, en las paredes intestinales.

Aún quedaba un poco, el último sorbo. Los automóviles conducían a infinidad de personas que regresaban de sus trabajos. Empinó el recipiente y llenó su boca con la sustancia. El fuego aún ardía en la antorcha. Un mareo le asaltó en el momento justo y no tuvo fuerzas para expeler el combustible lejos de sí. Escupió para arriba, como débil fuente. Se roció a sí mismo. Se incineró a sí mismo. Ardió. Alcanzó a retorcerse un poco. Quiso correr, mas no había avanzado diez metros cuando cayó, devorado por sus mismas llamas.

Los automovilistas volvieron a ver aquel cadáver carbonizado y humeante. Le lanzaron algunas monedas de a colón y continuaron su marcha.

Rafael Francisco Góchez © Derechos Reservados

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Según el DRAE, un tragafuego (o escupefuego), es un artista callejero que hace creer que escupe fuego al lanzar contra una llama el líquido inflamable que previamente se ha introducido en la boca.

El escupefuego es parte del libro Del asfalto, cuentos y conexos (UCA Editores, 1994), del Licenciado en Letras, docente y escritor de El Salvador Rafael Francisco Góchez.

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