(México) — El 2 de octubre de 1968, la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, en la Ciudad de México, fue testigo de una masacre que redefinió la relación entre el poder y la ciudadanía en México. En el marco de un México modernizador, presidido por el presidente Gustavo Díaz Ordaz, el gobierno respondió con violencia desmedida a un movimiento estudiantil que cuestionaba el autoritarismo del sistema. Décadas después, el propio Díaz Ordaz afirmó haber “salvado a México” ese día, aunque nunca especificó de qué ni de quién.
¿Fue un acto de preservación nacional o un ejemplo extremo de represión? Este artículo analiza las múltiples aristas de uno de los episodios más oscuros del México contemporáneo.
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Un país en el crisol de la Guerra Fría
El México de los años sesenta vivía una dualidad compleja. Por un lado, el llamado “milagro mexicano” impulsaba un crecimiento económico sin precedentes, mientras el Partido Revolucionario Institucional (PRI) consolidaba su hegemonía política. Por otro, las tensiones globales de la Guerra Fría y los ecos de movimientos revolucionarios, como la Revolución Cubana, comenzaban a permear el panorama nacional.
En este contexto, el Movimiento Estudiantil de 1968 emergió como un desafío inesperado. Lo que comenzó con un choque entre estudiantes y cuerpos policiales en julio de ese año rápidamente evolucionó en una exigencia de libertades democráticas, derechos sociales y una ruptura con el autoritarismo del PRI. Para Díaz Ordaz, un político profundamente desconfiado y obsesionado con el orden, estas protestas representaban no solo una amenaza interna, sino un riesgo de desestabilización externa.
La narrativa del enemigo invisible
La justificación del gobierno para la represión fue clara: proteger la estabilidad nacional de supuestas infiltraciones comunistas que buscaban subvertir al Estado, un temor constante en el tablero político de la Guerra Fría. Archivos históricos y testimonios revelan que tanto la CIA como el gobierno mexicano veían al movimiento estudiantil con sospecha, interpretando sus demandas como una posible antesala a un escenario similar al de Cuba en 1959.
Sin embargo, las pruebas de esta “infiltración comunista” han resultado, en el mejor de los casos, ambiguas. Aunque había presencia de grupos de izquierda en el movimiento, no existió evidencia contundente de un intento serio por derrocar al régimen. Esta falta de claridad levanta preguntas incómodas: ¿fue el enemigo comunista una amenaza real o una construcción narrativa para justificar la represión?
El costo de la estabilidad
La noche del 2 de octubre, soldados y grupos paramilitares, como el Batallón Olimpia, irrumpieron en Tlatelolco. Lo que sucedió después fue una masacre. Las cifras oficiales minimizaron el número de muertos, pero investigaciones independientes sugieren que cientos de personas fueron asesinadas, desaparecidas o encarceladas.
La acción gubernamental fue devastadora no solo por su impacto inmediato, sino por las implicaciones a largo plazo. La represión silenció a una generación de jóvenes, marcó el inicio de la Guerra Sucia y dejó una herida en la confianza ciudadana que persiste hasta el día de hoy. Además, lejos de fortalecer al régimen, Tlatelolco se convirtió en el símbolo del autoritarismo priista y un recordatorio de los límites del poder cuando este se ejerce sin rendición de cuentas.
La afirmación de Gustavo Díaz Ordaz: ¿legítima o cínica?
En una entrevista pública en 1977, el mandatario declaró lo siguiente “…Pero de lo que estoy más orgulloso de esos seis años (1964-1970), es del año de 1968, porque me permitió servir y salvar al país. ¡Les guste o no les guste, con algo más que horas de trabajo burocrático, poniéndolo todo: vida, integridad física, horas, peligros, la vida de mi familia, mi honor, el paso de mi nombre a la historia; todo se puso en la balanza! Afortunadamente, salimos adelante.”
Cuando Díaz Ordaz afirmó que “salvó a México” en 1968, no ofreció detalles sobre qué peligros exactos había evitado. ¿Se refería a una amenaza comunista, a la desestabilización económica o, simplemente, a la pérdida de control político? Esta falta de claridad alimenta un debate histórico: ¿fue el presidente un líder pragmático que actuó bajo las presiones de su tiempo o un gobernante que privilegió la violencia sobre el diálogo?
Lo que está claro es que la supuesta “salvación” tuvo un costo humano y moral incalculable. México no solo perdió vidas, sino también una oportunidad de transformar su modelo político hacia una democracia más auténtica y participativa.
El significado de la declaración de Díaz Ordaz
La declaración de Díaz Ordaz sobre “haber salvado a México” en 1968 encapsula una visión profundamente autoritaria, en la que el sacrificio personal y la devoción al deber se presentan como justificación moral de actos de extrema violencia. Al afirmar que puso “todo en la balanza”—su vida, su honor y su legado histórico—el expresidente busca revestir sus decisiones de un carácter casi épico, configurándose como el único garante de la estabilidad nacional.
Psicológicamente, esta narrativa puede interpretarse como un mecanismo defensivo frente a la culpa o una racionalización para mitigar la disonancia cognitiva derivada de las consecuencias trágicas de sus acciones. Su orgullo manifiesto por 1968 evidencia una mentalidad en la que el orden, entendido como un valor absoluto, prevalecía sobre cualquier consideración democrática o humanitaria.
Esta perspectiva no solo desestima las legítimas demandas del movimiento estudiantil, sino que también perpetúa una lógica en la que el fin—la supuesta salvación de la nación—justifica medios que marcaron indeleblemente la memoria colectiva con sangre y represión.
Gustavo Díaz Ordaz: un legado de sangre y silencio
A más de medio siglo de los eventos de Tlatelolco, el país sigue lidiando con las secuelas de aquella noche. El grito de “¡2 de octubre no se olvida!” resuena cada año como un recordatorio de que la violencia de Estado no puede justificarse bajo ninguna circunstancia.
¿Salvó Gustavo Díaz Ordaz a México en 1968? La respuesta depende de quién cuente la historia. Para sus defensores, su decisión evitó un caos mayor y aseguró la estabilidad en un momento crítico. Para sus detractores, su gobierno sacrificó vidas y principios fundamentales en nombre de una paz aparente.
Lo que es indiscutible es que el legado de Tlatelolco sigue vigente. No se trata solo de recordar, sino de aprender: la estabilidad de un país nunca puede construirse sobre los escombros de la justicia ni a costa de silenciar a quienes exigen un cambio legítimo.
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