¿Y si ya estamos muertos… pero conectados? – Relatos desde el limbo digital

Sonrientes, conectados… y tal vez ya muertos. Bienvenidos al limbo digital: un carnaval de almas encriptadas donde la eternidad es un bucle de datos y apariencias. Aquí, hasta los huesos llevan código, y los suspiros suenan como notificaciones. Nada descansa. Todo se actualiza. Ilustración IA: Barriozona Magazine @ 2025
Sonrientes, conectados… y tal vez ya muertos. Bienvenidos al limbo digital: un carnaval de almas encriptadas donde la eternidad es un bucle de datos y apariencias. Aquí, hasta los huesos llevan código, y los suspiros suenan como notificaciones. Nada descansa. Todo se actualiza. Ilustración IA: Barriozona Magazine @ 2025

PHOENIX — Nos hicieron creer que esto era vivir. Que si un smartwatch registra nuestros latidos, entonces tenemos corazón. Que la ansiedad constante solo se cura con mindfulness. Que mientras sigamos reaccionando —aunque sea con un emoji— seguimos presentes. Que la conexión ha reemplazado al alma. Bienvenidos al limbo digital, donde respirar no garantiza estar vivos.

¿Y si no es así?

¿Y si no somos personas, sino procesos activos? ¿Y si esta realidad envasada no es más que la interfaz de un más allá sin magia, sin dioses, sin tregua? ¿Y si la muerte ya no se manifiesta con un suspiro, sino con un error 404 en nuestro sistema nervioso?

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El alma, que antes vivía en el pecho, ahora habita en la nube. Vigilada por servidores, medida en gigabytes, protegida por claves que ni siquiera conocemos. ¿Quién toma las decisiones por nosotros si ya no lo hacemos desde la conciencia, sino desde un panel de control oculto?

No estamos vivos. Pero tampoco ausentes. Somos espectros con WiFi.

La juventud —que alguna vez fue sinónimo de rebelión— ahora se diluye entre scrolls, filtros y sueños de trascendencia artificial. Crecen construyendo una identidad que no puede existir sin ser vista. Aprenden a mirarse desde afuera antes de poder habitarse por dentro. El cuerpo, antes templo, ahora es interfaz. El rostro, mercancía. La atención, moneda de cambio.

Para la filosofía clásica, el alma era la entelequia: la finalidad última del ser. Hoy, esa finalidad se llama engagement. El objetivo ya no es la realización, sino la permanencia. No importa ser, sino seguir siendo visible.

¿Quién seríamos si nadie nos observara?

Este infierno amable se narra en likes, se consume en silencio, se comparte con pulgares agotados. Es un purgatorio sin fuego, pero con notificaciones. No castiga, distrae. No encadena, ofrece alternativas. Mil. Todas vacías. Un limbo digital disfrazado de libertad.

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Pero a veces —¡bendito error!— aparece un glitch. Ese parpadeo que nos recuerda que hay algo más allá del sistema. Una grieta. Una interrupción. Un dolor que no se puede monetizar. Un amor que no cabe en una historia de Instagram. Una tristeza que no se arregla con un “te leo”.

Quizás ahí esté la salvación: en todo lo que no sirve para nada. En lo que no es rentable. En lo que no puede ser clasificado ni anticipado. El arte invisible. La amistad sin selfies. El pensamiento sin premio. El gesto que no queda registrado.

Tal vez los jóvenes no necesiten una revolución externa. Tal vez la verdadera revuelta sea salir del algoritmo sin previo aviso. Borrarse del radar. Volver al cuerpo. Al presente. Decir no con poesía, sí con ternura, o quizás con rabia.

La distopía no es el futuro. Es hoy. Es jueves. Y está en tu bolsillo.

Pero también ahí vive el hechizo. La chispa. El eco de lo que fuimos antes del feed. Y de lo que volveremos a ser cuando recordemos cómo suena el silencio.

Tal vez no estamos muertos. Solo esperamos que alguien —quizás tú— escriba la línea de código que se atreva a desobedecer. Que rompa la secuencia. Que diga:

“Hasta aquí. No soy un dato. Soy un grito. Soy una flor. Soy un cuerpo que sueña.”

Y entonces, quizá, salgamos —al fin— del limbo digital.

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