Porfirio Díaz, virrey de México es un capítulo del libro titulado De Porfirio Díaz a Francisco Madero, la sucesión dictatorial de 1911, escrito por el Dr. Luis Lara Pardo y publicado en Nueva York en 1912.
Al finalizar el siglo, cuando el general Díaz hubo acabado de organizar ese admirable sistema político que le permitía gobernar de hecho todo el país, sin el menor tropiezo desde un gabinete del palacio nacional, llegó el momento decisivo de su carrera de hombre de Estado. Su poder ya no tenía límites. Todos los anhelos de la nación parecían condensarse en uno: el de no turbar la paz que tan fructífera había sido y que—tanto se nos había inculcado esa creencia—era el cimiento indispensable sobre el cual se levantaría en un porvenir no lejano una república grande, respetable, dichosa. No había más que una aspiración: dejar que la mano firme del general Díaz nos llevara hacia el futuro, que veíamos iluminado por un divino resplandor auroral.
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Ahora, a través de casi tres lustros, vemos muy claramente que en aquel tiempo la misión política del general Díaz quedaba absolutamente concluida. Su pacificación, por más que hubiese sido muchas veces ilegal, en ocasiones hasta criminal, siempre egoísta y siempre tiránica, pudo haber sido, efectivamente, la base de un progreso firme y sólido, y su obra haber perdurado como labor beneficiosa para la nacionalidad mexicana.
Aquel sistema político, por hábil que fuese y adecuado para facilitar las tareas administrativas, no podía ser permanente. Para ello habría sido preciso que los deseos, los intereses, las tendencias del autócrata marchen siempre de acuerdo con las necesidades y los intereses nacionales. Y esto no puede ser jamás. Llegado a ese período de su régimen, el general Díaz se encontraba en la situación de quien no halla tropiezos para su gobierno. Es mil veces más fácil mandar que gobernar, y a partir de la época en que Díaz acabó de centralizar absolutamente el poder, ya no tenía que gobernar, sino simplemente que mandar.
Si al llegar a ese período, el general Díaz hubiese querido efectivamente ser el hacedor de un México respetable y próspero; si hubiese tenido la sabiduría para lograrlo o al menos el patriotismo para intentarlo, se contaría hoy, sin duda alguna, como el más grande, justo y prudente de los gobernantes de la América Latina. Ante tamaño y tan noble esfuerzo, todo se habría perdonado: la enorme acumulación de poder, el despilfarro de las rentas públicas encaminado a vencer resistencias y comprar a precio de oro rebeldes voluntades; hasta el exterminio llevado a los límites de la hecatombe por crueles y sanguinarios lugartenientes; todo habría palidecido ante aquella titánica obra.
¿Qué mexicano habría negado su colaboración en aquellos días para lograr la paz estable, no ya basada en la obediencia o el temor a un hombre omnipotente, sino en el equilibrio automático, en la acción simultánea de esfuerzos sociales que se contrarrestan y se anulan en lo que tienen de destructor, y cooperan y se suman en lo que tienen de conservador y eficazmente progresista? ¿Qué oposición pudo haber encontrado cuando tratara de impulsar en vez de estorbar la evolución política del país, que no podía quedar estacionario en ese punto mientras lo invadía la marea de la prosperidad? No sucedió tal cosa.
El general Díaz, una vez que tuvo en la mano la fórmula que le permitía dominar al país con el mínimo de esfuerzo, sólo se consagró en cuerpo y alma a perpetuar ese sistema y emplearlo en provecho propio y de sus inmediatos, cómplices, cortesanos y lacayos. Y su obra así incompleta; obra de dominación, de terror, de tiranía, de despojo para la inmensa mayoría de los mexicanos a quienes privó de todos los derechos, y a favor de las castas a quienes convirtió en predatoras, ya no puede ser la del buen gobernante de un país libre. Su obra es la de un virrey colonial, la del que permite la explotación ilimitada de un país, el provecho de unos cuantos y en detrimento de los verdaderos intereses nacionales.
El general Díaz en la plenitud de su poder, enaltecido por una corte servil, parásita, que vivía de ejercitar la indignidad, la servidumbre; incensado perpetuamente y elevado a la categoría de los semidioses, llegó sentir desprecio por todo, a creer que el pueblo, la sociedad entera, la patria, era aquel puñado de cortesanos a quienes fustigaba, escupía, pisoteaba, y que todos los anhelos estaban contenidos en los hosanna que el Círculo de amigos suyos entonaba de rodillas ante su trono. Lo único respetable, lo único digno, era para él el extranjero que lleno de arrogancia, con ademán altivo, cruzaba las antesalas de palacio, y ante quien los chambelanes dovelaban la cerviz.
“México—decía un proloquio vulgar—es la madre de los extranjeros y la madrastra de los mexicanos“. Esta frase, que no solo andaba de boca en boca sino que llegó figurar en libros de extranjeros, resume en pocas palabras la política financiera, administrativa, interior y exterior del general Díaz. Y nada puede explicar mejor por qué, mientras del extranjero llovían condecoraciones para Díaz, sus hijos, sobrinos, parientes y lacayos, y se le ensalzaba como el más grande de los hombres de Estado de la América Latina, en el país mismo fuera del cerco que le formaba la adulación de sus favoritos, se le maldecía y el pueblo sólo aguardaba con impaciencia que la muerte lo arrancara de la presidencia de la República o que un hombre cualquiera se levantara en contra suya y lo derribara de aquella cúspide en que parecía tocar al cielo.
El objeto de todo gobierno nacional es mejorar la situación individual, política y social de los nacionales. El buen gobierno nacional no rechaza—porque sería absurdo y hasta imposible en el estado actual de la civilización—la ayuda extranjera; pero entiéndase bien que acepta la cooperación, subordinada siempre al interés nacional. La inmigración sólo es deseable cuando el inmigrante lleva consigo un contingente de civilización y se fija y vincula sus intereses con los del país donde va a fijar su residencia.
Sólo los gobiernos coloniales de la peor especie tienen por único fin la explotación ilimitada, imprudente, precipitada y desordenada de los recursos propios, en beneficio de los extranjeros, y la esclavización o el exterminio de los nacionales. A este tipo infeliz de gobierno pertenece el del general Díaz. Esa obra maestra de política no llegó a otro fin que facilitar la explotación inmoderada de las riquezas para beneficio extranjero, y la dominación o el exterminio de los nacionales, salvo la casta burocrática que era al mismo tiempo el apoyo del régimen y la única beneficiada por él.
La prosperidad deslumbradora habida durante el gobierno del general Díaz debióse, en parte muy principal a la explotación de ciertas riquezas en mayor escala que nunca, entre ellas especialmente la minera. Las exportaciones de estos, artículos, así como de ciertos productos tropicales de gran demanda en el extranjero aumentaron asombrosamente. Sólo en veinte años de gobierno de Díaz, las exportaciones de productos mineros subieron de poco más de 36 millones de pesos (en 1890) a más de 111 millones (en 1910). En el mismo periodo las exportaciones de henequén subieron de menos de seis millones a más de veinte, y los demás productos tropicales, como maderas finas, tabaco, café, etc., también tuvieron considerable aumento.
Mas fuera del henequén, del café y algunos otros productos de regiones limitadas, el resto de la bonanza procedía de la explotación de fuentes agotables de riqueza, que se hallaban en su mayoría en manos de extranjeros, con la agravante de que los propietarios ni siquiera residían en México. Los ciento veinte millones de pesos que valían los minerales exportados, iban en gran parte a convertirse en dividendos para accionistas extranjeros: sólo quedaba, en el país la proporción miserable que se distribuía en jornales mínimos de los obreros. Como en los tiempos coloniales, iban las naos salidas de México, llevando los tesoros sacados de las entrañas de la patria por esclavizados indios, para deleite de los amos extranjeros que ni siquiera habían visto jamás los lugares donde aquellos se producían.
Como bajo la dominación española, en torno de los minerales en bonanza, surgían improvisados y populosos centros. Pero también, como en los tiempos coloniales, había de llegar el tiempo en que, agotadas las vetas y las bolsas ricas en plata y oro, la gente emigrara dejando solo esqueletos de ciudades, vastas necrópolis como Zacatecas, Taxco, Guanajuato, que no conservan sino vestigios de su antiguo esplendor.
Cosa idéntica acontecía con los productos agrícolas de exportación, exceptuando el henequén y el café. Provenían de compañías agrícolas, muchas de ellas con residencia en el extranjero, y en cuanto a la explotación de las maderas preciosas, es bien sabido que se hacía sin orden, en la forma más destructora, de tal suerte que bosques enteros se habían despoblado, sin que sobre el suelo así despojado de sus riquezas se hubiera sembrado una sola planta útil.
En cambio, la producción agrícola para el consumo interior, el cultivo de los cereales de que el pueblo vive, hallábase estacionaria, si no es que disminuía en relación con el número de habitantes, y año por año había necesidad de importar maíz y trigo americanos para atender a las necesidades del mercado interior.
No menos desconsoladoras son las estadísticas de la industria: 123 eran las fábricas de tejidos en 1893, y 146 eran diez y ocho años más tarde. Y esto gracias a que esa industria, que en su casi totalidad se halla en manos de españoles y franceses, goza de franquicias excesivas que cierran la puerta a artículos similares extranjeros y obligan al pueblo a comprar a alto precio artículos de calidad inferior. En cambio, la industria del tabaco y la del alcohol, progresaban a su sabor. 41 fábricas de puros y cigarros había en 1893, y en 1909 el número de ellas llegó a 437 o sea más del décuplo. La producción de aguardiente alcanzó en 1909 a 43 millones de litros.
Los panegiristas del general Díaz fundan principalmente su grandeza de administrador, en haber permitido la construcción de más de veinte mil kilómetros de ferrocarriles. Ya he dicho a qué se debió la docilidad de Díaz para otorgar concesiones a manos llenas a los capitalistas americanos para construir vías férreas. Cada una de esas concesiones era un regalo que se hacía directamente al capitalista o por intermedio de un favorito, sobornado por aquél. Nadie en México ignora que muchas familias deben su actual riqueza a concesiones arrancadas al general Díaz y vendidas a capitalistas extranjeros. Hubo en el ministerio de comunicaciones empleados que defraudaban millones de pesos dejándose sobornar por individuos que obtenían concesiones y subvenciones para construcción de vías. Tampoco es un misterio que muchas de esas vías no se construían con el propósito de favorecer el comercio ni atender a las necesidades de ciertas regiones. En un próximo capítulo tendré que ocuparme en esas supuestas inversiones, de capital extranjero, sobre las cuales se basan las pretensiones del gobierno americano al protectorado de México.
La construcción de esa red, junto con los otros datos que en extracto dejo apuntados, resumen sin los oropeles de que se ha revestido en las biografías del general Díaz, la inaudita prosperidad de México bajo la dictadura de este personaje.
Las estadísticas guardan profundo silencio respecto a la nacionalidad de quienes manejan las compañías mineras, y las grandes empresas agrícolas así como las industrias manufactureras de México. Pero nadie ignora que más del setenta y cinco por ciento de ellas son extranjeras y en cuanto a los ferrocarriles, su extranjería está tan bien marcada, que ha sido el inglés el idioma oficial en la mayoría de ellos.
Para explicar y justificar esa situación que se acentuó muy notablemente en tiempo del general Díaz hasta el punto de provocar casi una crisis muy intensa de antiextranjerismo, se ha dicho que los mexicanos somos incapaces por falta de empresa, por apatía e ignorancia, de explotar nuestras propias riquezas, y que estas tienen que ir invariablemente a parar a manos extranjeras.
No niego que por falta de educación y por las condiciones sociales a que se halla sujeto, el mexicano adolezca de tales defectos. Tampoco caigo en el error de atribuir al general Díaz ese estado de cosas, ni pedirle cuentas porque bajo su gobierno el espíritu nacional no se hubiera transformado radicalmente.
Pero ni esa fue la única razón de que México se halle en la actualidad dominado absolutamente por extranjeros, ni el gobierno del general Díaz hizo el más leve esfuerzo para mantener esa invasión dentro de los límites de la justicia y del interés nacional. El acaparamiento de los negocios por extranjeros sería legítimo y beneficioso para el país, si hubiese sido el resultado de la libre competencia entre los nacionales y los inmigrantes; si éstos, gracias, a su capital y a su esfuerzo enderezado dentro de los límites de la equidad y de la ley hubieran resultado vencedores.
Que el comerciante español o francés llegue a México llevando el esfuerzo juvenil, la ambición legítima, la fuerza y la perseverancia, y mejor equipado para la lucha, se enriquezca después de haber pasado años detrás del mostrador de la tienda de comestibles o de ropa, en abierta competencia con los demás, no tiene socialmente nada de censurable, y aunque el abarrotero por su avaricia, su falta de cultura y otras, de sus peores características no sea uno de los mejores inmigrantes, ha vencido en abierta pugna y, enriquecido ya, contribuye a formar la clase media que es uno de los más importantes elementos en las sociedades modernas.
Que el capitalista inglés compre al mexicano pobre, incapaz de explotarlas por su misma pobreza, propiedades mineras riquísimas, las haga administrar y dirigir por ingleses, y sólo aproveche de los mexicanos el trabajo rudo de los jornaleros y mineros, es, indispensable para la explotación de la riqueza nacional, ya que apenas hay en México capital disponible para empresas de poca cuantía y de éxito inmediato. Que los bancos emitan sus acciones en París, Londres, Berlín y Nueva York, y paguen dividendos enormes, producto de operaciones de crédito efectuadas, en el país, no es más que la consecuencia inevitable de la angustiosa necesidad de dinero en que hemos vivido siempre. (Sabido es que la mayoría de los bancos de México pagan más del doce por ciento anual de dividendos, y las acciones del Banco Nacional se cotizan en París, a más del 300% de su valor nominal.)
Más por cada propiedad legítimamente adquirida, por cada dólar, o franco, o marco o libra esterlina invertidos en negocios rectos y beneficiosos para el país ¿qué número de monopolios, de servidumbres, de contratos ruinosos y verdaderamente inicuos dejó tras de sí la administración del general Díaz?
Más que la apatía y la ignorancia, la tiranía privó a los mexicanos de la posesión y explotación de las riquezas propias. Si el mexicano pedía la concesión de una caída de agua, de un bosque, de un terreno, de una mina, de un yacimiento de carbón o de un manantial de petróleo, la solicitud tenía que ir apoyada y endosada por alguno de los favoritos del presidente, que le cobraba a precio exorbitante el favor de hacer que el negocio administrativo fuera medianamente atendido. Y no pocas veces el mexicano, después de haber comprado así los servicios de los funcionarios públicos, recibía una rotunda negativa, y a poco tiempo veía en el Diario Oficial la noticia de que lo solicitado por él había sido concedido graciosamente, nada menos que al personaje de cuya influencia había querido él valerse para conseguirlo.
Y si eso sucedía con los mexicanos colocados socialmente cerca de la clase privilegiada, lo que pasaba con los labradores, rancheros, gambusinos y fabricantes en pequeño, era espantoso. ¡Infeliz del labriego que, amante del suelo heredado de sus mayores, y acometido súbitamente por una ráfaga de modernismo, pretendía regar su heredad, y comprar máquinas, y emplear abonos, y mediante un esfuerzo paciente y rudo, lograba que sus mieses fueran las mejores, y sus milpas, atrajeran la atención del vecindario!
Desde ese momento, ya había despertado la rapiña del jefe político, del comandante militar, del secretario de gobierno o del cura, canónigo o arzobispo, quienes no descansarían hasta haberlo despojado de sus propiedades, y si las defendía con el tesón admirable con que el indio defiende su tierra, iba a parar al cuartel, a la ignominiosa servidumbre del soldado prisionero, o un grupo de soldados lo sacaba de la cárcel y lo fusilaba por la espalda en medio del camino.
En los archivos judiciales de México hay por millares episodios de esta clase: yo he visto muchos: yo conozco en detalle historias de estas que llenarían libros; historias de gentes sacadas de sus ranchos por la fuerza, con ayuda de las tropas, para que tomara posesión de ellas el gobernador, o el jefe de las armas, o el extranjero, apoyado y sostenido por el general Díaz.
En 1863 el presidente Juárez, deseoso de fomentar la agricultura, expidió la ley de terrenos baldíos, por la cual se cedían terrenos pertenecientes a la nación, a quien quiera que los denunciara, limitara, y explotara, pagándolos a precio determinado y recibiendo gratuitamente parte de ellos, en recompensa de los correspondientes trabajos de ingeniería.
Apoyándose en esa ley, el gobierno del general Díaz cometió las mayores iniquidades. Consta en documentos publicados en México que repetidas veces algunos de los magnates, en la fiebre de la especulación en terrenos llamados baldíos, despojó no ya individuos, sino pueblos enteros que habían poseído las, tierras desde hacía siglos y que las trabajaban y sacaban de ellas el sustento.
Entre las muchas doctrinas que algunos sistemas sociológicos proclaman, y que sirven para excusar el despojo por la conquista, se tremola una muy aparatosa y capaz de deslumbrar a espíritus cultos y claros. Dícese que si el propietario de una fuente cualquiera de riqueza no la explota, es indigno de poseerla, y debe despojársele de ella, en el momento mismo en que surja un propietario más apto, que quiera o pueda explotarla mejor.
Menos mal que esa doctrina hubiera sido la guía y la disculpa efectiva de tantas iniquidades. Menos mal que los indígenas hubiesen pasado de la categoría de dueños a la de colonos, o siquiera a la de empleados, peones, jornaleros del nuevo propietario, y que esos terrenos apenas cultivados hubieran comenzado a producir en abundancia, fertilizados por el riego, acariciados por el arado, enriquecidos por el abono. Si todos los kilómetros cuadrados de terrenos arrebatados a sus legítimos dueños durante el reinado de D. Porfirio estuvieran produciendo ahora, aunque fuese al tipo mínimo de producción de los terrenos en México, en la actualidad todos los graneros de la república estarían repletos, y saldrían de nuestros puertos buques cargados de trigo, de harina, de maíz, de tantos y tantos productos que el benigno clima de México puede dar.
Mas no fue así: la inmensa mayoría de los despojos se hacían simplemente expulsando a los moradores, cerrando los terrenos a la explotación, para que el autor de la rapiña esperase tranquilamente a que se presentara un prospector yanqui en busca de terrenos grandes y con ellos embaucar a sus compatriotas organizando una de tantas compañías agrícolas fraudulentas. Yo he visto en periódicos oficiales de los Estados las órdenes que las autoridades daban a los habitantes de aldeas y pueblos para que abandonaran sus hogares, y entregaran los terrenos a los avariciosos denunciantes. Y aquellos infelices indios, que no tenían más falta que no haber poseído un título escrito en que constara la propiedad de las tierras de sus antepasados desde mucho antes de que Cristóbal Colón naciera, habían vivido en paz, preferían muchas veces morir cazados, como fieras o abandonados en las prisiones, antes que salir de buen grado de lo que era para ellos la única patria.
He dicho ya que el deber fundamental de todo gobierno en un país libre, es mejorar las condiciones de sus nacionales, así en lo individual, como en lo político y social. Los pueblos, como toda la fauna y la flora, son productos del suelo y del cultivo (¿educación no es cultura?) Si queremos que una especie animal o vegetal mejore, debemos fertilizar el terreno 3^ cultivarla. Así mismo, el progreso de un pueblo no se consigue sino mejorando las condiciones de la tierra en que vive, y sometiéndolo a cultivo. México es un país extenso, poblado por quince millones de hombres, de los cuales la mayoría son indígenas en un estado social inferior. Es muy difícil de explotar, porque sus tierras o son pobres, o se hallan aisladas por casi inaccesibles cordilleras, o fuera de las zonas en que la vida del hombre es salubre y cómoda.
Siendo así, la única política salvadora de la nacionalidad; la única patriótica y eficaz consiste en mejorar el suelo, por una parte, y por la otra educar al pueblo. Mejorar el suelo es sanearlo, fertilizarlo, prepararlo para el cultivo; hacer que brinde asilo al hombre civilizado, y permita una vida menos rudimentaria y miserable que la del indio. Educar al pueblo no es abrir universidades y seminarios; no es ni siquiera obligarlo a ir a la escuela a aprender a leer y escribir. La educación del pueblo en países como México, debe empezar por enseñar al indio a vivir de manera distinta, y sobre todo, a labrar la tierra y extraerle la riqueza. Con esos dos elementos, la civilización viene después por sí sola.
Cuando esas dos condiciones se han realizado, el indígena tiene que civilizarse; y si acaso fuera refractario a la civilización, si perteneciera a una especie inferior, entonces sí había derecho a despojarlo de las tierras que no quería conservar, y poner en ellas al colono civilizado, que viniera a explotarlas y a formar un pueblo nuevo, superior al antiguo.
Más, mucho más de dos mil millones de pesos suman los presupuestos de egresos durante los treinta y cinco años del reinado de D. Porfirio. Toda esa suma estuvo a su entera disposición, de ella fue el árbitro único: era el tributo que el país pagaba y que el general Díaz pudo haber invertido en mejorar el estado social de México. Pues bien: de esa inmensa cantidad de dinero, ni un sólo centavo se invirtió jamás en regar ni fertilizar las tierras en que doce millones de indios pasaba la vida trabajosamente sacando apenas un puñado de granos con que saciar su hambre, ni en llevar a esa población, a la gran masa social, a la única clase dedicada al cultivo del suelo, una noción de justicia, ni una enseñanza que le permitiera avanzar un paso más hacia la civilización. Ni el más leve esfuerzo se hizo para librar a la población rural de la esclavitud y la tiranía que le hacían la vida casi intolerable. Llamándose paternal, su gobierno jamás hizo la más leve tentativa por arrancar a esa enorme masa de la población, de las garras del alcoholismo que los amos rapaces le inyectaban en las venas para así dominarla mejor.
Por eso es que al cabo de treinta y cinco años, la población rural de México sigue sometida a un régimen de esclavitud innegable, recibiendo un jornal de unos cuantos centavos, sumida en la ignorancia, sin esperanzas de redención. Y como los monopolios han encarecido mucho la vida, la situación del pueblo en general es mucho peor que cuando el general Díaz subió al poder. Encima de esa gran masa sometida, se formó una casta enriquecida, brutal, esplendorosa; pero ¿cuándo ha servido la riqueza de los amos para otra cosa que para oprimir y prostituir más a los siervos? ¿Ha servido jamás para libertarlos?
Si funesta fue la acción del general Díaz en el estado social de México; desastrosa y perversa hubo de ser en lo político. Llegado a la cumbre de su poderío, debió y pudo haber modificado su sistema, sin peligro alguno, de tal suerte que el pueblo se fuera educando en el ejercicio de sus derechos. Sus panegiristas decían que el funcionamiento normal del sistema republicano federal tal como la constitución lo ha formulado, es imposible dadas las condiciones, sociales y económicas del país. Esto es verdad; pero dentro de ese sistema republicano caben muchas formas, y en todo caso, tuvo el general Díaz treinta y cinco años para estudiar y hasta para experimentar, modificando la ley hasta encontrar el término que estuviese más de acuerdo con la manera de ser de México. Si la división de poderes no está bien expresada en la constitución, bien pudo haber reformado los artículos correspondientes, ampliando la esfera de acción del ejecutivo; restringiendo la del legislativo; hasta suprimiendo el senado o integrándolo por individuos, nombrados y no electos, para tener un elemento conservador muy importante en el cuerpo legislativo. Al mismo tiempo pudo haber modificado la ley electoral para hacer efectiva la elección aunque fuese sólo de los diputados. Una cámara de representantes con pocas facultades pero independiente, es mil veces más eficaz que una nominalmente poderosa pero sometida de hecho a la voluntad del presidente y formada por nulidades incapaces de sentir ni comprender los intereses de la nación. Pudo, en una palabra, haber constituido al país de modo que el ejecutivo federal tuviera el control de los asuntos internacionales y federales, pero dejando libertad municipal, para satisfacer la tendencia de los pueblos modernos a constituirse de manera que la comunidad pequeña llegue a bastarse a sí misma. En nada de esto había peligro para su poder. Si se le permitía violar descaradamente las, leyes ¿cómo habría sido de temer que se le impidiera reformarlas para asegurar el porvenir de la República?
Pero lejos de eso, su política de exterminio, degradación y prostitución se limitó a ir absorbiendo poder, y todas las modificaciones importantes que hizo a la constitución fueron eminentemente liberticidas y tendieron a incapacitar más y más al país para gobernarse por sí mismo. Así, sus más importantes reformas fueron enderezadas a restringir la acción de los ayuntamientos. Ni siquiera en la capital de la República, centro de la cultura y donde la acción directa del gobierno federal era mayor, permitió que hubiera un ayuntamiento electo que manejara los impuestos municipales. Al contrario; lo despojó de todas sus facultades; lo convirtió en un cuerpo decorativo y puso la administración municipal en manos de los ministerios. Otra de sus reformas importantes fue restringir el juicio por jurados, y más tarde, reformar la ley de amparo hasta el punto de hacerla casi inaplicable a los asuntos civiles. No menos importante fue la reorganización de los tribunales por la cual los jueces del ramo penal quedaron subordinados al ministerio público, dependiente a la vez del ministerio de justicia. Y como el ministerio público es quien lleva la acusación en todos los procesos, resulta que el juez queda siempre subordinado al fiscal, o lo que es lo mismo, es juez y parte.
Estos rasgos, los más salientes de la obra política del general Díaz, justifican mi afirmación: su gobierno fue un virreinato, pacífico por el exterminio y la opresión; pomposo y deslumbrante, provechoso para los extranjeros, pero que dejó hondas llagas en la patria, las cuales acaso no ‘puedan curar las generaciones futuras.
¿Y las condecoraciones otorgadas por países extranjeros? El precio de ellas está en los tratados internacionales. Sus relaciones con el gobierno americano merecen capítulo aparte. Fuera de ellas y de los tratados, cuyos términos están calcados del clisé en que se funden los pactos de comercio, no celebró el general Díaz un sólo convenio que le dé gloria, y sí algunos adversos a los intereses de la patria. Por un tratado con Inglaterra se fijaron los límites de Belice mucho más dentro del territorio mexicano de lo que los mismos ingleses esperaban alcanzar. Con China celebró un tratado de inmigración que no nos trajo sino dificultades con el gobierno americano, porque habiendo él cerrado las fronteras a la inmigración china y siendo ésta libre en México, por territorio mexicano se han venido introduciendo chinos a los Estados Unidos. Además, no pocos, chinos adquirían la nacionalidad mexicana con el propósito de pasar sin dificultad, merced a ella, al territorio americano, y llegó el caso de que el gobierno de Washington pensara seriamente prohibir la inmigración de ciudadanos mexicanos. La inmigración china trajo también la epidemia de peste bubónica. Con el gobierno español el general Díaz celebró un tratado de propiedad literaria que es una traba muy seria para la producción mexicana dentro del propio país. Teodoro Roosevelt, con ser un aspirante a dictador, rehusó firmemente una condecoración extranjera, diciendo que como el gobierno americano nada tenía que ofrecer en cambio, él no podía aceptarla. Tenía razón. Esas condecoraciones son muchas veces el premio a la debilidad y hasta a la traición. Cada una de las condecoraciones que el general Díaz ostenta con tanto orgullo, son el precio de una condescendencia, cuando menos, otorgada a extranjeros con detrimento de los intereses mexicanos.
Pero indudablemente el acto más monstruoso cometido con una potencia Europea, fue haber permitido que el gobierno de Austria levantara en territorio mexicano, en el sitio donde murió Maximiliano, el violador de la soberanía nacional, una capilla y le pusiera por nombre la Capilla de la Expiación. A cambio de esa debilidad imperdonable, el gobierno austríaco otorgó honores a Don Porfirio, a su hijo, y hasta al conductor del tren presidencial. Y por esas cruces y medallas el general Díaz permitió que se hiciera a la nación mexicana un insulto grave: hacerla aparecer expiando el crimen de haber defendido heroicamente su soberanía. Caso igual no se conoce en la historia. Esa capilla desaparecerá; no puede subsistir. Tengo la confianza de que en cuanto la nación se dé cuenta del hecho (que no se ha publicado detalladamente en México por haberlo prohibido el general Díaz), exigirá que el gobierno austríaco traslade ese monumento a otra parte: a los salones de las Tullerías o al solio de Pío XI, donde se fraguó uno de los más odiosos atentados contra la soberanía de México; pero que no permanezca en el lugar donde Miramón y Mejía cayeron víctimas de su propia infidencia y donde la República Mexicana hizo a Maximiliano purgar los asesinatos cometidos en nombre de la inhumana ley del 3 de Octubre de 1866. (Esta ley declaraba facinerosos a todos los defensores de la República.)
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