(Phoenix, Arizona) — Cuando el asfalto empieza a irradiar el primer calor extremo del año, la historia ya está contada. Cada primavera, como si el calendario lo exigiera, el Valle del Sol vuelve a provocar los mismos titulares de siempre: «Phoenix alcanza los 100 grados», «Tome agua», «Cómo protegerse del calor extremo». Las mismas advertencias. Los mismos consejos. La misma fotografía del termómetro derritiéndose sobre el tablero de un auto.
De un lado están quienes se refugian tras cristales polarizados y aires acondicionados programables, los que van del garaje al lobby sin que la piel roce el sol, los que hablan del calor como una anécdota y no como una amenaza.
Del otro lado están los jornaleros en lotes de grava hirviendo, los techadores trabajando sobre tejados candentes y los miles que duermen sin techo en una ciudad que ya no refresca ni en la madrugada.
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Vivir y trabajar bajo el sol: una realidad que pocos ven
Para quienes trabajan al aire libre, el calor no es una molestia estacional, sino un riesgo acumulativo. Día tras día, el cuerpo se desgasta. Los momentos de alivio son escasos, y la sombra —cuando la hay— no alcanza. El desgaste no es inmediato, pero es constante: fatiga, deshidratación, quemaduras, mareos. Muchos lo describen como una sensación de desvanecimiento lento, como si el cuerpo se fuera evaporando bajo el sol.
Phoenix es una ciudad que se sostiene en la ilusión de que el desierto puede domesticarse — aclimatarse e irrigarse hasta volverlo cómodo. Pero bastan unos días de calor extremo para que esa ilusión se desmorone. La sombra se vuelve una especie de moneda de cambio. El agua, una estrategia. Y para las más de 9,600 personas sin hogar en el condado Maricopa , la diferencia entre seguir vivos o no puede depender de la ubicación de una fuente o del gesto solidario de alguien con una botella de sobra.
Durante las noches, el calor acumulado durante el día no se disipa del todo. El concreto, las paredes, los techos —todo retiene calor. Dormir en la calle se vuelve una experiencia sofocante. Es una sensación que algunos comparan con estar encerrado dentro de una caja caliente. No hay respiro. No hay tregua.
Mientras tanto, jardineros, trabajadores de servicios públicos, cocineros, vendedores ambulantes y muchos otros siguen cumpliendo con su jornada bajo cielos que no perdonan. No es cuestión de imprudencia, sino de necesidad. El calor forma parte del trabajo, aunque no siempre lo diga el contrato.
En este contexto, cabe preguntarse: ¿en qué momento esto deja de ser clima y se convierte en política? Pero ¿y si el calor no fuera la historia? ¿Y si la verdadera historia fuera lo que el calor revela?
Apenas despuntan los primeros días de abril, Phoenix entra en una estación que no responde ni al solsticio ni al equinoccio, sino a señales más crudas: el aroma a matorral seco ardiendo sobre el concreto, el crujido de los andamios al expandirse bajo el sol, la huida de los peatones hacia la sombra escasa de un mezquite. El desierto no florece — se calcina lentamente.
Y con ese fuego lento, la ciudad comienza a dividirse.

Políticas tibias ante un calor que no espera
El gobierno de Phoenix tiene planes de contingencia, centros de enfriamiento y campañas de hidratación. Pero son soluciones tibias ante un calor implacable. La ciudad, una de las de más rápido crecimiento en el país, sigue expandiéndose en suburbios listos para arder. Los datos climáticos muestran que las olas de calor llegan antes, duran más y matan más que nunca. En 2024, el condado Maricopa registró un récord de 602 muertes relacionadas con el calor — más que homicidios, sobredosis y accidentes viales combinados.
Y aun así, el debate sigue siendo tibio.
Cada abril, los medios repiten las mismas alertas. Las dependencias de salud imprimen los mismos folletos. Los políticos sueltan los mismos discursos. Y las banquetas, otra vez, queman bajo los pies de los mismos olvidados.
Pero quizás el verdadero relato no sea el calor. Quizás sea este: cómo una ciudad moderna puede ver subir el termómetro cada año — y cambiar tan poco.
Hasta que tratemos el calor extremo no como un fastidio estacional, sino como una crisis humanitaria, seguiremos atrapados en este ritual anual de notas periodísticas previsibles y muertes evitables.
Porque en el Valle del Sol, el clima no solo cambia. Elige. Y más seguido de lo que nos gusta admitir, elige a los pobres.
Cuando el calor deja de ser clima y se convierte en política
La crisis del calor extremo en Phoenix no solo se mide en grados, sino en ausencias. Ausencia de sombra en los paraderos de autobús donde cientos esperan bajo el sol inclemente. Ausencia de refugio cuando los centros de enfriamiento cierran por la noche, justo cuando el cuerpo necesita recuperarse del castigo térmico del día.
En Arizona, la ley no obliga a los empleadores a ofrecer sombra ni agua a quienes trabajan bajo el sol. Mientras tanto, los árboles que podrían mitigar el calor tardan años en crecer. Pero el próximo verano llegará antes de que esas soluciones estén listas.
Cada grado que sube el termómetro pone a prueba no solo el cuerpo, sino las prioridades de una ciudad que sigue creciendo sobre terreno ardiente. El calor extremo ya no puede tratarse como una anomalía estacional, sino como una falla estructural. Y en esa falla, los más vulnerables pagan el precio más alto.
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