(Phoenix, Arizona) — La imagen de Ernesto Che Guevara alguna vez iluminó el mundo como un cometa: un rostro enmarcado por una melena indómita, una boina negra coronada por una estrella, y unos ojos fijos en un horizonte inalcanzable. Representaba la rebelión, el antiimperialismo y el idealismo, especialmente entre estudiantes, artistas y activistas de los años sesenta y setenta.
La icónica fotografía de Alberto Korda —seria, desafiante, casi profética— se convirtió en un emblema internacional de la juventud inconforme, estampada en pancartas, muros y en los sueños de toda una generación decidida a cambiar el mundo.
Pero la historia es una selva espesa, capaz de engullir hasta los destellos más brillantes.
Imagina adentrarte descalzo en esa jungla metafórica, machete en mano, siguiendo las huellas de un argentino barbudo y de mirada intensa que creyó que unos cuantos hombres decididos podían encender revoluciones desde el Caribe hasta los confines de América del Sur. El aire pesa con la ambición; las lianas susurran en español y quechua. Más adelante, Ernesto Che Guevara —médico, guerrillero, mártir— avanza decidido, empeñado en encender la chispa de la liberación armado sólo con convicción y un fusil.
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Para quienes nacieron en plena era digital, Guevara podría parecer un mito de otro mundo. Imagínalo como una mezcla entre Katniss Everdeen —intrépida, perseguida, icónica— y un joven hacker rebelde, empeñado en derribar imperios en vez de vulnerar sistemas. Che era un disruptor mucho antes de que la palabra “disrupción” se pusiera de moda en Silicon Valley. Sólo que su campo de batalla no era la red, sino las montañas, las selvas y los corazones de los desposeídos.
Sin embargo, hoy la idea misma de rebeldía ha cambiado, y también sus íconos.
Nuevos ideales de rebeldía
En los años veinte del siglo XXI, ser rebelde ya no necesariamente implica tomar las armas o escalar cerros selváticos. Los revolucionarios de hoy pueden ser programadores, activistas climáticos o artistas que desafían al poder desde sus laptops, talleres o las trincheras de las protestas callejeras. La lucha armada ha cedido espacio a la resistencia digital. El romanticismo de la guerrilla, que en su momento fue el máximo gesto de compromiso, no logra resonar igual en una época donde el cambio suele impulsarse con hashtags, campañas virales y sentencias judiciales.
La leyenda de Ernesto Che Guevara se forjó en un mundo de balas y barricadas. Los mitos de hoy circulan en memes, plataformas y redes sociales. Pero en el fondo, el anhelo sigue siendo el mismo: construir un mundo más justo.
El idealismo juvenil, ese impulso vital de derribar injusticias y reinventar sociedades, siempre ha sido motor de cambio. Aunque con el paso de los años, muchas veces se diluye entre trabajos, cuentas por pagar y rutinas diarias. Solo algunos logran transformar esa energía inicial en una carrera de activismo o una vida de lucha constante por mejorar el mundo.
Che, con todas sus contradicciones, nunca dejó de avanzar.

El ascenso y desgaste de una leyenda
El tiempo y la investigación histórica matizaron la imagen de Guevara. A medida que emergieron documentos y testimonios, su participación en tribunales revolucionarios, ejecuciones y su rigidez ideológica comenzaron a ser objeto de cuestionamientos. Sus fallidos intentos guerrilleros en el Congo y Bolivia evidenciaron errores estratégicos y una falta de flexibilidad que erosionaron su mito.
Mientras tanto, el escenario político mundial se transformó. Tras la Guerra Fría, los movimientos de izquierda se fragmentaron. Las nuevas causas —derechos de identidad, medioambiente, acceso a la tecnología— desplazaron a las antiguas luchas de clase. Hoy, menos jóvenes sueñan con revoluciones marxistas; su lenguaje de cambio es otro.
Paradójicamente, el propio Che, enemigo declarado del capitalismo, terminó convertido en producto de consumo. Su rostro adorna tazas de café, tablas de surf, camisetas de moda: reducido a un logo, vaciado de su gravedad histórica.
Incluso desde la izquierda, surgieron críticas: muchos replantearon su dogmatismo, su obsesión con la vía armada y el culto que, sin querer, había generado en torno a su figura.
Y sin embargo, entre el ruido y el desgaste, la silueta de Che sigue ahí —desdibujada, compleja, pero inconfundible.
La última marcha de Ernesto Che Guevara
Volvamos a 1956. Un yate maltrecho llamado Granma surca las olas del Caribe. A bordo, Che y Fidel Castro avanzan hacia Cuba, listos para comenzar la revolución. El desembarco es un desastre: son emboscados y dispersados. Pero de esas cenizas nacerá una insurrección que cambiará la historia, con Che como uno de sus líderes militares más temidos y admirados.
Sin embargo, tras el triunfo en Cuba, Guevara no se aquietó. El “hombre nuevo” que predicaba no podía florecer en una sola isla. Su obsesión lo llevó a las selvas del Congo y después a Bolivia, donde planeaba encender otro foco de insurgencia continental.
Allí, la selva lo traicionó. Enfermedades, aislamiento y un entorno hostil debilitaron su fuerza. El 8 de octubre de 1967, fue capturado por el ejército boliviano, con apoyo de la CIA. Al día siguiente, 9 de octubre, fue ejecutado en una pequeña escuela rural en La Higuera. Tenía apenas 39 años.
Durante días, su muerte fue incierta. Los rumores de su supervivencia corrieron como pólvora. Cuando finalmente se confirmó la noticia, su figura se disparó al terreno del mito: el revolucionario que había muerto de pie, desafiante hasta el último segundo.
En todo el mundo, su imagen se multiplicó: en murales, en canciones, en marchas estudiantiles. Medio santo, medio guerrero.

Un rebelde que sigue resonando en otro siglo
Hoy, Che Guevara habita tanto la historia como la leyenda. Su figura se ha desdibujado, pero su eco persiste. La rebeldía no murió con él: simplemente cambió de forma, de causa y de herramientas.
Donde él marchaba por montañas, hoy jóvenes marchan por plataformas digitales, por redes, por tribunales internacionales. La lucha no es solo por liberar pueblos, sino también por salvar el planeta, garantizar derechos de identidad y democratizar la tecnología.
La jungla ahora es urbana, digital, global. Pero la chispa de la rebeldía sigue ardiendo.
Los machetes son hashtags; los campamentos de guerrilla, foros virtuales; los manifiestos, campañas virales. Y aunque su imagen se haya vuelto un símbolo más entre miles, su eco sigue preguntándonos: ¿hasta dónde llegarías tú por cambiar el mundo?
Y en algún rincón de esta selva simbólica, entre pantallas y ciudades, una silueta con boina sigue abriéndose paso, desafiando a quien se atreva a seguirla.
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