(Phoenix, AZ) — Hace 48 años me inicié en la escritura seria. Desde el principio he intentado aprovechar el reto de escribir como una oportunidad de aprender de temas que desconozco y me interesan: la música clásica en particular, la popular en general, el cine, la culinaria y, desde luego, la literatura. Murmullos de La Barbarie me brindó un placer que se tornó en penitencia: el cine silente. Cuando empecé esta mi tercera novela poco conocía del tema.
En 1998 publiqué mi primera novela, Barrioztlán, en homenaje a Artemio. Mi cuñado se me adelantó con apenas 24 años. Nunca imaginé que con el tiempo llegaría a escribir otra novela para recordar a su viuda, Lala, mi hermana, cinco años menor que yo.
Ya se me escapó una década. Entonces estaba a punto de apolillarme (jubilarme) de una compañía de telecomunicaciones en donde pasé ocho años de esclavo. Se me ocurrió entonces adentrarme en la escritura de mi tercera novela. Un reto malsano, autoimpuesto a pesar de dos largas batallas anteriores; quince años trabajé en Barrioztlán, más de veinte en Verde, la cual hice y deshice varias veces antes de entregarla a la prensa en 2016.
Para Murmullos de La Barbarie, como trama, imaginé dos mundos. Uno, subterráneo, de ecos, luces y hartazgo, donde la imagen casi ha reemplazado a la palabra. El otro en la superficie, postapocalíptico, de sombras y miseria, pero de solidaridad, con cine silente, comida y música callejera.
Para ubicarme pensé en el Torreón de mi niñez, entonces una ciudad dormilona de 200 mil habitantes (censo 1960). También volví a recordar dos cines, El Piojito y el elegante templo venido a menos, el Cine Martínez, lugares donde pasé tardes encantadas frente a la pantalla. El recuerdo me llevó a dos caseríos miserables, La Flor de Jimulco y Laguna Seca de Viesca, hoy sin el aliento del río que la alimentaba, en efecto, está bien seca.
Del cine silente había visto unas cuantas cintas memorables, pero sabía poco de su historia. De mi parvulez recuerdo las polvorientas calles de la periferia de Torreón, al lado del seco río Nazas. En esa barriada prole, casi lumpen, un día una camioneta escandalizó con una bocina, todos los traviesos del barrio corrimos detrás. Al anochecer destornillamos de risa cuando en una pared reflejaron imágenes de Charles Chaplin, de guerras de pastelazos y de unos policías fogocísimos (los Keystone Cops).
El cine silente, tangos y boleros, inspiración para Murmullos de la Barbarie
Como no hay un lugar que exhiba cine silente, para documentarme disfruté y padecí muchas películas en el Internet, casi todas con imágenes borrosas. Leí del tema la herencia legada por los entendidos. Pagué por ver unas cuantas vistas restauradas en Criterion, la mejor fuente del cine de corte clásico en la telaraña.
En Estados Unidos, se han restaurado unos cuantos films silentes, pero tres cuartas partes de ellos desaparecieron o se encuentran en condiciones lamentables. Fue tanta mi sed que hubo ocasiones en que afiebrado vi tres cintas en un mismo día.
A la vez, aproveché para recordar y escuchar boleros y tangos que en mi ya lejana juventud me bebí y, que hoy, Spotify, tras abonar la mensualidad, acerca a mis oídos por millones. Los escuché por montones, me documenté con lo que han escrito y dicho los expertos: los chismes de cantantes, las penurias de los compositores, las andanzas y pecados de musicantes. Escuché and/or medio analicé más de cinco mil canciones. Fueron tantas que me harté y llegué a odiar, por momentos, sus letras.
El mundo subterráneo, imaginario pero cada vez más real
Para el mundo subterráneo me inspiré en las compañías modernas que esclavizan al trabajador en espacios interiores, conectados al teléfono y a la computadora. Los monos de plástico que adornan el cubículo donde duerme el trabajador representan este mundo artificial. No hay ni calendarios, ni fotos, solo pantallas y chácharas que un día estuvieron de moda: “Hay una mesita, una pequeña vitrina, adentro: una Cabbage Patch doll, una Pet Rock, un Rubik’s Cube, un Tamagotchi, Spot, Peanut, Elvis, He–Man, Palin, Ninja Tortoise”.*
En ese mundo interior solo hay comida chatarra, instantánea, las clases y los libros tratan de temas triviales y frívolos, los monumentos son copias de plástico de los auténticos. Algo así como Las Vegas donde un charco intenta encarnar los canales de Venecia y un miserable puño de tierra pretende reflejar Manhattan. En pocas palabras, un ambiente artificial, como muchos en la vida moderna.
El mundo en la superficie, aunque imaginado, cada día se parece más a nuestra realidad actual, donde el proletario desbarrancó a lumpen, desahuciados que por miles mendigan mientras esperan la muerte.
Nunca se termina de escribir una novela
Murmullos de la Barbarie es también una meditación de lo difícil —casi imposible— que resulta para mí el trabajo del escritor, las frustraciones, la ansiedad frente a la página blanca (writer’s block) y lo que provocan: la comezón, la resequedad de la piel, la enfermiza obsesión en busca de la perfección, la cacería de la voz adecuada, buceando en un mar de palabras que cada día se multiplica con etimologías y significados resbalosos, las noches en vela, la crueldad de algunos comentarios, y las risitas sarcásticas de otros.
Celebra, como casi todo mi trabajo: la sagrada palabra. Hay un personaje que habla como pachuco, chilango y porteño a la misma vez.
Es también una reflexión sobre el maldito vicio de continuar la agotadora tarea de escribir con un cerebro reducido por los años y el COVID, justo cuando debería de sentarme a esperar el buen morir.
El reloj apremia, la muerte acecha. En mi opinión, nunca se termina de escribir una novela, pulir y pulir se torna en una duermevela entre la locura y la cordura. En mi experiencia, para publicar, es necesario que una fuerza poderosa le arrebate al escritor el manuscrito de las manos.
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* Fragmento del libro.
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