Extracto del libro De Porfirio Díaz a Francisco Madero, la sucesión dictatorial de 1911, de Luis Lara y Pardo (1912)
→ Continúa de la Primera parte
Al levantarse en armas el general Díaz en 1876, Lerdo acababa de aceptar la primera reelección. No era un dictador vitalicio. No era un tirano tampoco, ni en su breve gobierno había realizado matanzas ni aterrorizado ni asolado el país. Era un bon vivant [aficionado al lujo y a los placeres refinados]: que creía de buena fe en su popularidad y en su gloria y que se preocupaba bien poco de sus enemigos. Liberal de corazón, en cierto modo había continuado y consolidado la obra reformista de Juárez. Echado en brazos de una burocracia disipada, viciosa, ávida de oro más que de sangre, dejaba disfrutar de una libertad mil veces más amplia que la de las últimas, dos décadas del porfirismo. En tales circunstancias, su reelección era un pecado venial, y no podía tener en contra suya más enemigos, fuera de los, antirreeleccionistas por convicción profunda, que los militares que se consideraban despojados de triunfos soñados y los clericales que veían cada vez menos probable la reconquista de sus fueros. Es patente que los clericales no fomentaron la revolución de Tuxtepec.
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Mas Lerdo había cometido un pecado capital. Su famoso apotegma “Entre la fuerza y la debilidad, el desierto” fue la sentencia de muerte de su gobierno. En esos momentos, el capital americano acababa de desbordarse en el oeste, llegando hasta las márgenes del Bravo. Se tendían rieles a través de los desiertos de Nuevo México y de Colorado y de las cálidas llanuras tejanas hasta la línea divisoria, y era preciso que los productos de esas regiones, recién abiertas a la explotación, hallasen fáciles mercados. Y los yanquis, con la mirada vuelta hacia México, contemplaban a lo lejos las ciudades: Chihuahua, Durango, San Luis Potosí, Querétaro, Guanajuato y México, además de multitud de pueblos, villas y aldeas: en total, una población de diez millones de compradores, y un millón de kilómetros cuadrados vírgenes de arado, y una riqueza minera incalculable. ¿Cómo iban, pues, a tolerar la tenaz negativa de Sebastián, que, testigo de la actitud yanqui durante la intervención, conocía muy bien las intenciones del gran país hacia su desventurado y débil vecino? ¿Cómo no iba a estorbarles un gobierno que se negaba permitir que los rieles hollaran el suelo patrio y a dejar entrar aventureros ni colonos, ex pobladores ni colaboradores, de buena fe en la explotación legítima del suelo? Díaz y los suyos han reprochado a Lerdo que no hubiera tenido penetración suficiente para apreciar los beneficios de la inmigración de hombres y capitales extranjeros. Acúsasele de estúpido porque no creía en las excelsas virtudes de la inmigración. ¿Qué otra noción de ella había de tener el compañero de Juárez en la peregrinación a Paso del Norte, el testigo de la guerra famosa de los Pasteles, del incalificable despojo de 1847, los bonos Jecker y de la intervención francesa? Ante la historia, quién sabe cuál error haya sido más criminal, si el de Lerdo cerrando la puerta a la invasión yanqui (no a la civilización), o el general Díaz entregando país y pueblo a la rapiña extranjera.
Pero el error de Lerdo tenía que enajenarle la benevolencia americana, y el mismo gobierno de Washington que en tiempo de Juárez aprehendió al general González Ortega al querer éste internarse en son bélico en territorio mexicano, que durante la revolución de la Noria fue hostil a los rebeldes, no tomó la más leve disposición agresiva cuando el general tuxtepecano estableció su cuartel general en Brownsville. Todos los biógrafos del general Díaz consideran que el punto culminante de su vida política; el suceso más trascendental de todas sus campañas; el acto que decidió su destino y el del gobierno lerdista, fue la fuga de Tampico a Veracruz a bordo de un vapor, cuando estuvo a punto de ser cogido por las tropas gobiernistas. En tan importante episodio un americano, el cajero del buque, desempeñó el papel de providencia y se empeñó, arrostrando riesgos y molestias, en salvar al general Díaz. El buque ostentaba el pabellón de las barras y las estrellas.
¿Hizo todo esto por amor a México, o por odio al gobierno lerdista, o por afecto al general Díaz, o por indicación u orden de autoridades americanas?
La hipótesis del amor a México debe descartarse, tanto más cuanto que el mismo individuo desempeñó un puesto consular después, durante muchos años, bajo el gobierno de Díaz, y no se distinguió por su comportamiento: todo lo contrario, hubo al fin que removerlo. No por afecto al general Díaz, pues no había entre ellos, al decir de todos los biógrafos que narran el incidente, ninguna relación amistosa anterior. Quizá por odio a Lerdo, pero las compañías que hacen comercio internacional, que casi siempre reciben subvenciones u otros privilegios de los gobiernos con quienes tienen relaciones, procuran por lo general halagar a las autoridades, aunque cobren después sus halagos en la forma de contrabandos y demás violaciones a la ley. Es muy probable, pues, que haya obrado bajo la influencia de una sugestión oficial o semioficial, o, cuando menos de la opinión pública que, a su vez, tenía que estar influida por los intereses americanos a los cuales convenía un cambio de gobierno en México.
Es indudable que de los Estados Unidos recibió el general Díaz elementos militares para las tropas que opuso al gobierno en los combates. Es seguro que de allí recibió apoyo moral. Es muy probable que haya recibido apoyo directo de los intereses americanos, ofreciendo en cambio concesiones a manos llenas.
La historia de su gobierno es la más completa confirmación de ello. En una entrevista que “El Imparcial” publicó, se lee la declaración de que recién ocupada la capital, uno de los primeros actos de Díaz al entrar al poder fue firmar el contrato para la construcción del Ferrocarril Central, mediante una subvención crecida. Y eso en momentos mismos en que acababa de pedir del Banco Nacional de México, como un favor especial, un préstamo de cinco mil pesos para pagar a la guarnición sus haberes del día. “El Imparcial” cita el hecho como una prueba de la fe casi sobrehumana del mandatario que no vaciló en contraer un compromiso cuantioso, aun en momentos en que cualquier otro, que no tuviera sorprendente clarividencia, habría vacilado. Para mí, que sé cuán poco entendía el dictador de los beneficios que los ferrocarriles traen consigo, para mí, que lo he visto patrocinar los proyectos más descabellados y oponerse a los planes más ventajosos para la nación cuando no eran apoyados por la presión extranjero o por la súplica de los amigos, tal clarividencia es un mito. Para mí, la hazaña que tanto se ha ponderado, demuestra de un modo clarísimo que, en cuanto se consumó el triunfo, los intereses americanos se apresuraron a hacer al nuevo mandatario cumplir sus promesas de generosas concesiones.
En capítulos posteriores, en que examinaré los principales actos, administrativos del general Díaz, desde el punto de vista de los intereses nacionales, se verá demostrado cómo el dictador consideraba su más firme apoyo el que le venía de más allá de las fronteras mexicanas, hecho que, por otra parte, está en la conciencia de todos los mexicanos.
En suma, el general Díaz llegó al poder por una revolución promovida por un grupo civil y militar, cuyo director intelectual no era él. Subió a la presidencia en brazos de un partido político, heterogéneo si se quiere, imperfectamente organizado todavía, pero de todas suertes un partido político que le impondría sus principios o siquiera sus intereses. El principal apoyo, fuera de ese partido, le vino del exterior, a cambio de compromisos económicos más o menos amplios, cuya extensión es imposible calcular, a falta de documentos. Pero, en todo caso, no escaló la presidencia en alas de su propia popularidad, de su incontrastable prestigio personal; no fue una conquista individual.
Testigos presenciales de los acontecimientos de esa época convienen, todos a una, en que el general Díaz inspiraba cierto desdén, por su rudeza y porque se le suponía de cortos alcances intelectuales. La prensa lerdista lo motejaba y lo hacía objeto de burlas sangrientas por ese motivo, y sus correligionarios, los directores intelectuales de la revolución, le tenían nada más que por instrumento, y durante algún tiempo, le impusieron actos políticos y administrativos.
Fuera de ese grupo, la mayoría del pueblo lo veía con indiferencia, con la eterna indiferencia de los pueblos, que han estado esclavizados por siglos. Sólo podía tener en contra el grupo conservador, la pretendida aristocracia, el clero, los despojos del viejo monarquismo, no extinguido totalmente aún. La burocracia lerdista no tardaría en convertirse al tuxtepecanismo, y sería recibida con los brazos abiertos, como que traería el refuerzo de su tenaz adhesión a todo el que dispone del tesoro nacional.
En tales condiciones el general Díaz entró a ejercer el cargo de presidente constitucional el 5 de mayo de 1877. Regresar a la Primera parte →
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