Extracto del libro De Porfirio Díaz a Francisco Madero, la sucesión dictatorial de 1911, de Luis Lara y Pardo (1912)
Para formarse cabal idea de la situación política de México en las postrimerías del gobierno porfiriano, es indispensable hacer una reseña, aunque sea breve, de cómo llegó Díaz al poder y cómo gobernó durante los treinta y cinco años de su régimen. Es claro que para hacer la historia de su última revolución y de sus actos de jefe de Estado era menester un trabajo larguísimo, queriendo, sobre todo hacer una crítica justa de su gobierno. Mas no siendo ese el fin principal de estos apuntes, y habiéndose escrito tanto respecto a los actos administrativos y políticos del gobierno que él presidió, bastará delinear en breves páginas lo más pertinente para esbozar la transformación que se operó en él, de jefe liberal y republicano en caudillo revolucionario, luego en presidente constitucional, y por último en dictador vitalicio. Parecerá extraño que lo llame dictador vitalicio en estos momentos en que, derrocado ya, no tiene la menor participación en el gobierno de México, y cuando precisamente se ha desvanecido su más vivo ensueño de morir reinando; pero la verdad es que en los últimos años de su régimen gobernó exactamente como si fuese un dictador vitalicio, y él, menos que nadie, pensaba que habría de ir pasar sus últimos años en el destierro.
Carácter de Porfirio Díaz como militar
Porfirio Díaz en 1876 era un caudillo militar de prestigio mediano. Los panegiristas que a últimas fechas lo ungieron semidiós, proclamándolo el mejor general de México, exageraron mucho sus hazañas. En realidad su hoja de servicios durante la guerra de Reforma había sido notablemente buena; durante la Intervención había corrido la suerte de la generalidad de los jefes republicanos no mancillados por la defección: vencido siempre que la estrategia y la superioridad militar de los franceses eran manifiestas; manteniéndose a la defensiva durante el primer período de la campaña, hubo de retirarse, perseguido, hasta entregarse en Oaxaca, para surgir después guerrillero audaz y astuto, temerario, en el primer momento en que el imperio comenzó a vacilar. Tocóle en suerte operar en la zona que abandonaron las huestes imperiales, mientras Maximiliano llevaba consigo hacia el Norte, en un esfuerzo desesperado, la flor y nata de sus tropas para caer en Querétaro, y dejaba punto menos que desguarnecido el resto de su deleznable imperio. Pero las victorias del general Porfirio Díaz no fueron más grandes ni más brillantes ni de mayor trascendencia que las de San Jacinto, Santa Gertrudis y Querétaro. Había, pues, caudillos que tuvieran tanto derecho como él a la gloria.
Más que de guerrero, tenía fama de benévolo, desinteresado y recto administrador. Había entregado un sobrante en las cajas de su ejército, pagaba sus tropas con exactitud, reducía el saqueo y la matanza al mínimo en esa última parte de la campaña, en que toda represalia era sencillamente un asesinato, por ser tan débil e inútil la resistencia del enemigo. Era también modesto: al entrar en la ciudad, capital del Imperio, fue a alojarse a una habitación privada, como queriendo que su personalidad quedase en segundo término, para que el primero tocara a Juárez, dando así el primer ejemplo de sujeción al poder civil.
Juárez era, en efecto, el poder civil el primer caso en México, de un poder civil que se sobrepone al caudillaje, producto nefasto de la guerra, en vez de sometérsele. Mas el caudillaje no podía tolerar ser relegado al segundo término; los militares, cargados de glorias, legítimas, o bastardas, y de ambiciones, necesitaban asaltar la presidencia de la restaurada república, como supremo botín de guerra.
Así surgió la rebelión de la Noria, de la cual el prestigio militar del general Díaz no salió muy bien librado, y así surgió más tarde el plan de Tuxtepec.
Pero en Tuxtepec, no era exclusivamente la sublevación del militarismo contra el poder civil; aquí el grupo de los caudillos militares que se lanzaban en pos del botín de que se consideraban desposeídos por el presidente Lerdo, no era ni el único ni el más importante. El antirreeleccionismo, que reaccionó débilmente en tiempo de Juárez, tomó mayores ímpetus ante la inercia de don Sebastián, y las filas revolucionarias se engrosaban a cada paso con los antirreeleccionistas de buena fe, y también con todos los odios, los despechos, los rencores que una administración prolongada y corrompida esparce por donde quiera. Si en la Noria la rebelión fue obra de un grupo militar desorganizado casi, en Tuxtepec fue producto de una organización ya más avanzada, con mayor cohesión, y más ampliamente difundida. El plan de Tuxtepec era la proclama de un grupo. Aunque el general Díaz asumía el mando en jefe del ejército que entonces se llamó regenerador, lo hacía sólo en virtud de ser uno de los jefes militares de mayor graduación y tener honrosa hoja de servicios. Más adelante, el mismo general Díaz reformó el plan agregándole una trampa por medio de la cual Iglesias, a quien tocaba por ley la presidencia en el caso ya muy probable de que Lerdo la abandonase, se vería en el dilema de aceptar la revolución o ser igualmente desposeído para que el gobierno interino recayera en el jefe supremo del ejército rebelde. De tal modo el general Díaz no aparecía como aspirante directo a la presidencia sino como jefe de una revolución, y, al triunfo de ésta, el caudillo, quien quiera que fuese, sería quien recogiera el botín de la campaña.
Todo esto demuestra, sin que haya lugar a duda, que el general Díaz no era sino el jefe militar de un grupo revolucionario, o bien que no contaba entonces con la arrasadora e incontrastable popularidad personal que hubiera hecho de su nombre, por sí mismo, una bandera. Los hechos dicen que la revolución de Tuxtepec fue obra de un grupo numeroso en que el elemento civil era importante. Apoyábanla civiles como Justo Benítez y Protasio Tagle, y hubo otros, como Riva Palacio, que, siendo militares, la apoyaron más civilmente que con la espada. Y quién sabe si la campaña periodística de Riva Palacio no haya sido más eficaz para el derrumbamiento de Lerdo que las acciones, guerreras, más bien mal aventuradas que felices, del general Díaz.
Efectivamente, la campaña militar de 1876 no es para aumentar el prestigio militar del caudillo. Sus, panegiristas han pasado siempre como sobre ascuas por ese período de su narración, y, ninguno de ellos se ha atrevido a computar como victorias los encuentros en Epatlán e Icamole, entre los de mayor importancia. Los más audaces consideran que en esas acciones, de guerra no hubo resultado decisivo; pero la verdad es que las fuerzas revolucionarias resultaron maltrechas. Y sin embargo, la revolución adelantaba moralmente, ganaba terreno en el sentimiento público, gracias a la acción de los civiles. El mismo general Díaz, en una de las muchas autobiografías que se han publicado, confiesa que estuvo a punto de perder la batalla de Tecoac. Salvólo la tenacidad de los suyos y el auxilio oportunísimo del valiente guerrillero Don Manuel González. El general Díaz no olvidó jamás que a González le debía el triunfo, y por eso dejó que él y sus compadres, amigos, parientes y secuaces, se hartaran con los fondos de la nación.
Durante casi toda la campaña de Tuxtepec, la superioridad militar estuvo de parte de los lerdistas. Sucedió entonces algo semejante a lo que hemos visto en la revolución de 1910. El gobierno lerdista, aunque no tan rico como el de Díaz en 1910, procuró dotar bien a su ejército, y envió al campo de batalla a sus mejores generales, varios de ellos muy superiores por sus conocimientos en el arte de la guerra al general Díaz. Por mucho tiempo éste anduvo a salto de mata, y él mismo ha referido todas sus angustias de perseguido, y cuántas veces estuvo a punto de caer en manos de los lerdistas. Lo que admira en ese período de la campaña, no es la estrategia, ni la sabiduría militar, ni la habilidad técnica del general Díaz, sino su tenacidad, su astucia para huir, su ingenio para ocultarse, su resistencia formidable a los golpes que del enemigo y de la fortuna recibiera. De pronto, la faz de la campaña cambió totalmente. Y es cuando, después de refugiarse en territorio americano, hace la travesía desde Tampico y aparece en el estado de Veracruz al frente de mejor organizadas tropas.
Y aquí cabe hacer una reflexión muy importante. ¿Fueron los Estados Unidos ajenos a la revolución de Tuxtepec?
Llegará el tiempo en que se sepa contestar de una manera cierta y exacta a esa interrogación. A investigarlo he dedicado algún tiempo durante mi destierro, pues considero de la mayor importancia para la conservación de la nacionalidad mexicana, que sepamos con toda exactitud cuáles han sido las relaciones entre los gobiernos de Washington y de México, sobre todo en las épocas de trastornos políticos. Es el problema capital, del que depende el porvenir de nuestra patria y de nuestra raza. Es la clave de nuestro destino. Desgraciadamente la prueba documental no se halla al alcance de todos. Los archivos oficiales sólo se han abierto para los amigos del general Díaz, deseoso, más que nadie, de falsificar la historia. Los escritores y los diplomáticos americanos, que sí tendrían acceso a toda la documentación indispensable, no se empeñarían en descubrir la trama secreta de estas relaciones. Nada les importa que permanezcan ignoradas las influencias misteriosas que han inyectado periódicamente virus revolucionarios por la frontera del río Bravo, cada vez que a esta plutocracia sin escrúpulos, sin conciencia, sin patria, y sin más dios que el oro, le ha parecido conveniente.
Incapaz, pues, de ofrecer pruebas documentales, sólo presentaré presunciones suficientes para fundar una hipótesis que, en mi sentir, satisface el requisito fundamental para ser admisible: no estar en desacuerdo con ninguno de los hechos comprobados.
Para nadie que haya meditado un poco es un secreto la influencia que los Estados Unidos han tenido en la marcha de los países de origen español situados al norte del Istmo de Panamá. Más adelante, cuando haga un bosquejo de la revolución maderista, haré conocer hechos importantísimos que demuestran cómo, bajo la máscara hipócrita de una benevolencia de vecinos amables, los Estados Unidos, se esfuerzan en ejercer un protectorado que la debilidad, el egoísmo y la falta de patriotismo de nuestros caudillos y gobernantes han tolerado muchas veces. → Continúa en la Segunda parte
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