(Phoenix, Arizona) — En el mundo de la música grabada, donde los éxitos dominan las listas y los estadios vibran con euforia, es fácil dejarse llevar por el glamour y el éxito que definen a este coloso cultural. Sin embargo, bajo esta superficie aparentemente perfecta se oculta una realidad más compleja: un sistema insaciable impulsado por el consumo masivo, marcado por desigualdad económica y sacrificios exigidos tanto a quienes lo sostienen como a quienes lo protagonizan.
Esta industria, capaz de transformar a un artista desconocido en un ícono global con una sola canción, también funciona como una máquina que devora talento sin reparos. Es un ecosistema sostenido por nosotros, los consumidores, cuya pasión por la música ha creado un ciclo interminable de producción y consumo que exige una reflexión crítica.
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El apetito de la industria: ¿cuánto es suficiente?
Las cifras son impactantes. Solo en 2023, la industria mundial de la música grabada generó ingresos por 28,6 mil millones de dólares, con el streaming representando el 67.3% de esa cifra. Plataformas como Spotify y Apple Music nos ofrecen millones de canciones al alcance de un clic, y cada día se suman miles más. Pero este flujo constante de nueva música plantea una pregunta fundamental: ¿realmente necesitamos más?
En 2023, había más de 100 millones de canciones disponibles en Spotify, una cifra que crece exponencialmente. Para el oyente promedio, tomaría siglos explorar siquiera una fracción de este catálogo. Y aun así, la industria sigue produciendo sin descanso, priorizando la cantidad sobre la calidad o la permanencia. ¿Estamos realmente enriqueciendo nuestra experiencia cultural o simplemente saturándonos de contenido?
La economía del fan: sacrificios por entretenimiento
Por otro lado, estamos los consumidores. Entradas para conciertos, suscripciones a plataformas, merchandising y horas de interacción en redes sociales son las monedas de cambio en una economía que se nutre de la devoción, pero a menudo afecta más a quienes menos pueden permitírselo.
Un fan de artistas como Taylor Swift puede gastar fácilmente más de 1,000 dólares en entradas, viajes y productos oficiales para asistir a una sola gira. Si consideramos los múltiples eventos que se presentan cada año, queda claro que la industria vive de los sacrificios económicos de su público, muchos de los cuales son jóvenes con recursos limitados.
¿Es necesario gastar tanto para disfrutar de la música? ¿Cuántos conciertos debemos presenciar y cuántos productos comprar para sentirnos realizados como fanáticos? ¿En qué punto el placer de la música se convierte en una carga financiera?
Los artistas en la maquinaria: el precio de la fama
Para los artistas, el panorama tampoco es alentador. Detrás de la fachada de riqueza y éxito, muchos enfrentan una realidad sombría: la presión constante por crear, actuar y mantenerse relevantes en un mercado implacable.
Casos como el de Britney Spears ejemplifican las consecuencias de tratar a una persona como un producto. Kesha expuso las batallas legales y los abusos de poder que enfrentan muchos artistas. Incluso figuras aparentemente intocables como Adele y Beyoncé han compartido los sacrificios que demandan sus carreras.
Mientras tanto, miles de artistas menos conocidos luchan por sobrevivir con contratos desventajosos, recibiendo una mínima parte de las regalías de streaming y peleando por un lugar en el mercado. Esta desigualdad revela una contradicción central: mientras celebra la creatividad, la industria a menudo prioriza las ganancias sobre las personas.
El dilema del consumidor
Como consumidores, tenemos más poder del que creemos. Nuestros hábitos de consumo y decisiones de compra influyen en las prioridades de la industria. Pero, ¿somos cómplices de un ciclo insostenible?
¿Realmente necesitamos más canciones cuando ya existen millones de obras atemporales? ¿Debemos seguir pagando precios exorbitantes por conciertos, sabiendo que los artistas a menudo reciben una mínima parte de los ingresos? ¿Cómo podríamos exigir un cambio que beneficie tanto a los artistas como a nosotros mismos?
En busca de un equilibrio
La industria de la música grabada no es intrínsecamente malvada. Nos ha regalado momentos de conexión, alegría y trascendencia que pocos otros medios pueden ofrecer. Pero no deja de ser un negocio que prospera gracias a nuestros deseos, nuestros bolsillos y nuestra devoción.
Quizá es hora de encontrar un nuevo equilibrio: uno que valore la calidad sobre la cantidad y la sostenibilidad sobre el exceso. Para los artistas, esto significa contratos justos, apoyo a la salud mental y la libertad de crear sin temor a quedar obsoletos. Para los consumidores, implica repensar nuestro papel en este sistema: no como participantes pasivos, sino como agentes de cambio activos.
Porque la música, en esencia, es más que un producto de consumo. Es un reflejo de nuestra humanidad, un lenguaje compartido que nos conecta más allá de fronteras. Merece una industria que respete su poder en lugar de explotarlo.
La cuestión no es cuántas canciones más necesitamos ni cuántos conciertos debemos asistir. Es cómo podemos asegurarnos de que la música que amamos siga enriqueciéndonos sin comprometer el bienestar de quienes la crean ni el de los fanáticos que la sostienen. Quizá al responder esta pregunta logremos una armonía que valga la pena alcanzar.
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