Diego Rivera, dadme los muros – Muralismo mexicano

Los grandes frescos de Diego Rivera ayudaron a establecer el movimiento muralista mexicano en el arte mexicano. Entre 1922 y 1953, Rivera pintó murales en la Ciudad de México, Chapingo, Cuernavaca, San Francisco, Detroit y Nueva York, entre otras ciudades. Ilustración: Barriozona Magazine © 2006
Los grandes frescos de Diego Rivera ayudaron a establecer el movimiento muralista mexicano en el arte mexicano. Entre 1922 y 1953, Rivera pintó murales en la Ciudad de México, Chapingo, Cuernavaca, San Francisco, Detroit y Nueva York, entre otras ciudades. Ilustración: Barriozona Magazine © 2006

“Un artista es sobre todo un ser humano, profundamente humano hasta el centro. Si el artista no puede sentir todas las cosas que la humanidad siente, si el artista no es capaz de amar hasta olvidarse a sí mismo y a sacrificarse a sí mismo, si él no baja su pincel mágico y encabeza la lucha contra el opresor, entonces él no es un gran artista”.

Diego Rivera

Muchos calificativos necesitarían utilizarse para describir al muralista mexicano Diego Rivera. Y muchos más para tratar de definir su vasta obra. Y al final de una detallada búsqueda semántica y gramatical, todavía sería insuficiente contener la inmensa, prolija y colosal obra pictórica del genio, quien desde su infancia hasta su muerte blandió el pincel con un don maravilloso y extraordinario.


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Cientos de muros hablan hoy con admirable elocuencia de su gran talento y de su filosofía, de su grandeza como artista, de sus convicciones revolucionarias y rebeldes. Su obra creativa desarrolló, perfeccionó e inmortalizó un arte nacional de inmensurable calidad y técnica, pero aún más de profunda identidad indígena. Sus largas y maratónicas jornadas sobre las tarimas forjaron la magnificencia, el drama, y la intensidad de un pueblo y su historia.

Rebelde y revolucionario, Rivera toma los muros como su trinchera y su estrado desde donde, persuadido de que el arte es para el pueblo, no lo limita a la élite embriagada de europeísmo, ni y la exclusividad de las galerías, sino que los plasma a la vista de todos, donde la dictadura no se puede esconder ni la heroicidad ocultar. El esplendor de una raza conquistada, sus luchas libertarias, sus hazañas históricas, se revelan como en un juicio apocalíptico, donde no hay nada escondido que no sea descubierto.

Diego Rivera en su estudio en 1955, fotografiado por el destacado fotógrafo mexicano Nacho López. Foto: INAH

Con trazo firme, realismo imponente, y colores palpitantes, los personajes en los murales de Rivera suspiran, gimen vida. Desde la frialdad de las superficies impregnadas de talento, la sangre de los héroes y heroínas salpica el despotismo de los tiranos; el sudor del peón y el arrojo de la soldadera se infiltran en el traje del catrín.

Imponentes y estacionarios, los oprimidos y los opresores, los dictadores y los revolucionarios, los cobardes y los valientes, la gente del pueblo y los aristócratas, se presentan en el escenario ineludible de la vida; asumen cada cual su rol. Suspendidos en el tiempo, nos miran con dinamismo inerte. Y Rivera así erige el archivo visual de la nación, sobre los muros.

Si de José Guadalupe Posada no se concluye plenamente que haya sido un revolucionario en el sentido histórico de la palabra, Rivera se constituye en un insurgente del arte, inspirado, sí, por el grabador genial de hojas volantes, a quien en su adolescencia visitaba en su taller.

Ahí el artesano disidente miraba por su ventana, inspirándose con los dolores de parto de un México en la antesala de una convulsión. Mirando a Posada, Diego Rivera se convierte en su alumno espontáneo; trabajando, Posada se transforma en su más grande maestro.


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